Thich Nhat Hanh in memoriam
Koldo Aldai
“El nacimiento y la muerte son sólo una puerta por la cual entramos y salimos. El nacimiento y la muerte son sólo un juego de escondite. Así que sonríe, toma mi mano y di adiós. Mañana nos volveremos a ver o incluso antes…”, sugería el maestro de los árboles, las nubes y los pájaros. En infinidad de lugares se encienden velas e inciensos sin luto por el “escondite” el pasado sábado 22 de Enero de este monje vietnamita fuera de lo común, de este ser que marcó época, maestro para generaciones, el venerable Thich Nhat Hanh. Se honra estos días la memoria de este hombre sencillo, a la vez que lleno de coraje que respiró pleno de conciencia hasta sus 95 años. En torno a elementales altares diseminados por todo el mundo hay grupos o “shangas” (comunidad budista) que desbordan agradecimiento, que meditan y “sonríen”, que redoblan los votos para seguir sus enseñanzas inmortales.
Por más que él una y otra vez reiterara su concluyente anuncio: “No estoy aquí”, se suceden los memoriales de recuerdo a la figura del budismo más influyente junto con el Dalai Lama. Al fin y al cabo los dos son algo del mismo «Buda Shakyamuni», ora vestido de azafrán sonriente, ora de más sobrio rostro, de más adusta túnica oscura. Ambos sufrieron lo indecible al ver sus pueblos, tibetano y vietnamita, perseguidos y destrozados al extremo. Ambos acometieron en su interior esa alquimia reservada sobre todo a las más nobles y magnánimas almas. De la inmundicia del abuso y el atropello sin medida, hicieron brotar la flor del loto en sus corazones. Con ellos, con su testimonio ineludible, millones y millones de seres repartidos por todas las latitudes resolvimos apearnos de las huestes del resentimiento y la animadversión y abrazar la causa de la compasión. El mundo debe saber, no sólo de las figuras del espectáculo, el deporte y la política que se turnan a llenar nuestras pantallas, también de aquellos que raramente aparecen en ellas y sin embargo por su grado de bondad, realización interna e irradiación, merecerían todos los focos.
Llegó un momento en que cuando mirábamos a nuestro rededor, sólo podíamos ver con los ojos del monje del manto de sobrio marrón. Ya no había retorno, estábamos invitados a abandonar todo recelo. Su mirada sería siempre en la nuestra y no podríamos despistarla. Su observación sobre el mundo cargada de comprensión y generosidad se fue imponiendo. Si hubiera dictado, hubiéramos buscado tapones para los oídos. Si por lo menos hubiera emitido alguna orden, nos habríamos podido rebelar. Una vez tuvimos en suerte conocerle en su monasterio de Plum Village, tantas cosas mutaron para siempre. A partir de entonces, la pantalla en blanco sería deudora de una mayor responsabilidad, de un corazón más abierto, de una poesía de más vuelo. Una vez que interiorizamos a Thay, la papelera se llenó enseguida de lo caduco. Su exigencia llenó de tachones cada uno de los borradores.
Como el más severo de los censores se aposentó junto a nuestra mesa de trabajo y ya no se movió. Ya no pudimos teclear sin su permiso, no pudimos enviar sin facilitarle el original, sin desbordar poesía, altruismo y perdón. Ni siquiera restó el postrero y artificioso consuelo de la rúbrica; ni siquiera pudimos firmar porque nos arrebató hasta el nombre. El monje del silencio cuya senda decidimos seguir nos condenó al anonimato. ¿Si nos dijo que le llamáramos a él con todos los nombres, cómo íbamos nosotros a mantener el propio? Desde entonces nos estamos negando y disolviendo, por más que de nuestros pasos brote aún demasiado ruido.
Al final cumplió su anhelo de ser nube, de marcharse a llover por todas las geografías, a empapar la tierra entera. «… Es imposible para una nube morir, decía. Puede volverse lluvia o hielo, pero no puede convertirse en nada… No hay comienzo ni fin. Nunca moriré…» Reiteró una y otra vez, a sabiendas de que más pronto que tarde mojaría la mirada de millones de seres por toda la tierra con ese silencio sin retorno de su cuerpo.
Al final se deshizo de esa urna corporal que le limitaba a renacer en cualquier pájaro, en cualquier flor. Dejó a toda la “shanga” huérfana para que ella misma creciera en su anhelo de devenir nube, lluvia, tierra empapada… Thich Nhat Hanh no era el padre del mindfulness. No podemos empequeñecerlo de esa manera; no podemos limitar un gran ser a la revelación de una mera técnica, en este caso la atención plena. El maestro de maestros no se ciñó a la enseñanza de la meditación. El verbo meditar era sólo uno de los innumerables verbos que nos propuso conjugar de otra forma. Sobre todo nos invitó a abandonar para siempre el singular y comenzar a conjugar en plural: “Tú eres yo y yo soy tú. ¿No es evidente que inter-somos…?”
Los últimos años los pasó en una aún más exigente y obligada reclusión, pero su eco pretérito ya había conquistado infinidad de corazones de todos los credos, pueblos y razas en uno y otro hemisferio. ¿Cuántos en Occidente no somos los mismos después de haber conocido a este monje enjuto, pequeño, con una presencia tan poderosa, con una interiorización tan exigente que a veces pareciera escindido del mundo?
Llevó el denominado “budismo comprometido” al extremo de su compromiso, hasta el punto de invitar a evaporar también toda ira y resentimiento. No es que adaptara el budismo a Occidente, lo hizo al lenguaje aún más universal de la más inocente, al tiempo que sublime poesía. Nunca hubo diferencia alguna entre su enseñanza y su poesía. Fondo y forma fueron indisolubles en sus labios, en su tinta negra de grueso trazo. Constituyeron un mismo legado. Nunca hasta el presente unas enseñanzas espirituales del alcance de revelación planetaria, estuvieron impregnadas de tanta sencillez universal, de tanta lírica. Thich Nhat Hanh fue una de las contadas grandes almas que llegaron en silencio hasta una humanidad desalentada, hasta un tiempo agotado dispuesto a hacer todo nuevo. Fue una de las personas que más ha influido para bien en nuestro mundo contemporáneo. ¡Podamos con sencillez y conciencia seguir su callada y elevada Senda!