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Meditar en el camino / Experiencia en el camino de Santiago

Siento el peso de la mochila en mi espalda, a cada paso que doy parece que se incrementa esta sensación de presión en mis hombros, como si la mochila se clavara un poquito más en los músculos que la sostienen. A cada paso aumenta y vuelve a disminuir… puedo seguir el ritmo de mi caminar en esas diferencias sutiles de presión de la mochila en mis hombros. Y siento también en mis pies el roce con las botas, la presión que el camino ejerce sobre las plantas de mis pies, que sujetan todo el peso de mi cuerpo, mochila incluida. Siento los músculos de mis piernas, de mis muslos, puedo percibir cada esfuerzo, cada contracción y cada relajación.
Al mismo tiempo puedo sentir el sol en mi cara, las gotas de sudor que se deslizan por mi piel. Cuando sopla un poco de aire supone un gran alivio, yo diría que hasta un placer. Según avanzo en mi caminar voy notando sed, ganas de beber, y en un momento dado decido beber un trago de gua, y me doy cuenta de que normalmente no aprecio el goce que supone beber un trago de agua para aliviar mi sed. Me hago consciente de todo esto, de estas sensaciones corporales que me acompañan en el camino, de las cuales normalmente no soy consciente, porque mi mente está demasiado ocupada en otras cuestiones que me parecen más importantes.
Contacto consciente con mi cuerpo, con todas las sensaciones de mi cuerpo. Y contacto también con todo lo que percibo a través de mis sentidos, ¡Qué maravilla! ¡Qué azul está el cielo!! Qué nubes tan blancas flotando a lo lejos… y qué verdes son los árboles, hay que ver la cantidad de verdes que puedo distinguir en este bosque, y de marrones… Me pongo a escuchar el canto de los pájaros. Hay tantos cantos diferentes… y también se puede escuchar el sonido del viento moviendo las hojas de los árboles… e incluso el ruido de una moto allá a lo lejos, o un perro ladrando desde su finca.
Caminar y poner atención en lo que van descubriendo mis ojos y mis oídos es una práctica de atención plena de la que yo no era consciente cuando empecé a caminar. Tampoco era consciente de que cuando sentía cada paso en mi caminar, cuando contaba mis respiraciones para compasar mis pasos con ellas y cansarme menos, estaba haciendo un ejercicio de práctica meditativa, de plena consciencia centrada en mi cuerpo y en mi respiración. Caminando de este modo mi mente se va calmando. Al poner la atención en mi cuerpo, en mis sensaciones y percepciones, el constante pensar en todo y en nada se va reduciendo. Me voy alejando de mis preocupaciones, de aquellos problemas que hace apenas unos días me quitaban el sueño. Mi mente se va calmando. Y cuando mi mente se calma, me siento mejor, más contenta, se van instalando en mi estado de ánimo la alegría, el gozo de estar donde estoy, la alegría de estar viva.
En este estado de paz y alegría, mi corazón se abre. Puedo conectar con otros peregrinos con los que coincido en mi caminar. ¡Qué día tan bonito! ¡Buen Camino! El primer día apenas quería saludar a nadie ni establecer conversación. Estaba demasiado cansada, demasiado ocupada con mis propias preocupaciones y ruido mental. Pero según avanzan los días y mi mente se va apaciguando, hay espacio para lo que surge a lo largo de la jornada, para la contemplación de la belleza que me rodea y también para escuchar lo que me puedan contar estos peregrinos y peregrinas que viene desde diferentes partes del mundo, cada cual con su propia mochila, con sus propias dificultades y heridas que sanar. Cuánto bien nos hace poder abrirnos a otras personas en el Camino, que nos escuchen sin más. Todos tenemos alguna situación que nos causa dolor, y el camino nos ayuda a ver las cosas desde otras perspectivas, con más distancia. El Camino nos calma la mente y nos abre el corazón.
Y no solo nos abrimos a lo que sucede a nuestro alrededor. Lo más importante es que nos abrimos a nuestro propio interior. Algo sucede cuando calmamos nuestra mente que permite que emerja desde lo más profundo de nuestra conciencia aquello que nos puede ayudar a comprender lo que nos pasa y a sanar nuestro dolor. Escuchamos nuestra sabiduría más profunda, la que se oculta tras el ruido de nuestro incesante parloteo interno y sobre todo tras nuestras emociones, las que nos nublan el entendimiento, como son la ira, el miedo, la envidia, o el sufrimiento que nos ocasiona el no sentirnos queridos o aceptados. Cuando estamos en calma, en ese estado meditativo que facilita el caminar en silencio y soledad, calmamos esas emociones y comprendemos mucho mejor lo que nos sucede, lo que ha pasado en nuestro corazón y en el de aquellos que nos han causado dolor. Y podemos mirar la realidad de otra manera, con más comprensión y aceptación, con más sabiduría. Sabemos qué necesitamos hacer, cuál es el camino a seguir en la encrucijada en la que nos encontramos.
El Camino supone una especie de retiro espiritual. Unos días en los que nos alejamos del mundanal ruido y nos sumergimos en la realidad de lo que existe de verdad, de lo esencial. Estamos en contacto con nuestro cuerpo, con el hambre, la sed, con las limitaciones que nos impone el cansancio o las pequeñas lesiones que nos produce el caminar. Entramos en contacto con la esencia de la vida, con la naturaleza, con la inmensidad de todo cuanto se abre ante nosotros y, sobre todo, estamos en contacto con nosotros mismos, con lo que realmente necesitamos, con nuestros valores más profundos y genuinos, con nuestras aspiraciones, con aquello que nos impulsa a seguir viviendo.
Y el Camino nos da fuerzas y confianza para emprender o cambiar lo que veamos que necesitamos hacer en nuestra vida. Si podemos con tantos kilómetros un día tras otro, con la mochila, con la lluvia o el calor, con los tramos de subidas y bajadas, ¿cómo no voy a poder con lo demás? Debo confiar en mí misma, y avanzar en mi vida, paso a paso…
Estar en contacto con nuestro yo más profundo nos da respuestas y nos indica el camino que realmente queremos seguir en la vida. Nos conecta con lo profundo, lo trascendente, con esa parte intangible de nuestra consciencia que llamamos espiritualidad, con lo más elevado, con lo trascendente. Nos permite cultivar el amor a la naturaleza, a los demás seres, a la humanidad. Nos coloca en nuestra auténtica dimensión. Somos pequeños ante la inmensidad del mundo, pero somos grandes porque formamos parte de algo inmenso, que mantiene un frágil equilibrio del que nosotros formamos parte. Y lo que aportemos al mundo, a nuestro entorno, tiene importancia. Podemos contribuir al mundo siendo más pacíficos, solidarios, comprensivos, abiertos y generosos, aliviando el sufrimiento de quienes están cerca de nosotros.
Podemos retirarnos de vez en cuando, marcharnos al Camino, para salir de este mundo tan ruidoso y agresivo, tan competitivo, y recuperar la calma y la apertura de corazón, la conexión con lo verdaderamente importante, con lo sencillo, y sentirnos más a gusto con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea. Cultivar el amor a la vida, a nosotros mismos y a los demás, cultivar el respeto a lo que nos dejaron nuestros antepasados, y el cuidado de lo que dejamos a nuestros descendientes. Porque cuando caminamos y meditamos en profundidad, nos damos cuenta de que formamos parte de una red de vida, de que intersomos con todo cuanto nos rodea y todo cuanto ha sido y será, y tomar conciencia de ello nos ayuda a ubicarnos y a no ofuscarnos con los pequeños problemas que nos encontramos en la vida, y que nos ocultan lo que realmente importa, lo que realmente es, el milagro de la vida y el milagro de la humanidad en un mundo en constante cambio.
 
Nieves Martín Llonch
3 de agosto de 2023

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