Recuerdo mi primer encuentro con los monásticos de Plum Village. Estábamos en la Universidad de Barcelona en un retiro para educadores. El hermano que facilitaba mi familia sacó con sumo cuidado su pequeña campana y nos la presentó como quien introduce a una vieja amiga muy apreciada. Nos explicó que le tenía mucho cariño, puesto que hacía años que le acompañaba y había ayudado a muchas personas a reencontrar calma en su interior. Nos propuso que cerrásemos los ojos y escucháramos atentamente el sonido de la campana. Nos invitó también a seguir nuestra respiración. Éramos unas veinticinco personas y todas abrimos nuestro corazón a su amiguita. El sonido primero intenso fue suavizándose muy lentamente hasta diluirse en un silencio precioso. Todo el círculo estábamos sumidos en una paz hermosa que nos unía. Así de simple. Sentí mi respiración, sentí mi cuerpo, sentí la presencia de todo el círculo. Me pareció sorprendente la fuerza que tenía una práctica tan sencilla. Con ese clima relajado y de introspección, el Hermano empezó a introducirnos lo que fue mi primer Compartir del Dharma. Nos explicó que durante esa práctica, cada persona podría hablar sin ser interrumpida. Se trataba de escucharnos atentamente sin cortar cada expresión de ninguna manera. Ni tan siquiera debíamos responder a nadie. Se hizo claro que la verdadera escucha se podría dar en la medida que también cuidáramos de mantener cierta presencia y quietud interna. Nos alentó a que tuviéramos una mirada hacia nuestro mundo interior, sobre todo si nos surgían reacciones tanto positivas como negativas. No se trataba de reprimirnos. Más bien nos animaba a tomar consciencia de lo que vivíamos, para irnos comprendiendo y cuidando. De esta manera podríamos calmarnos y seguir recibiendo con apertura lo que la otra persona expresaba. Recuerdo que hubo un compartir que me despertó cierta reacción. Yo sentía que la persona estaba expresando con alegría algo que para mí era un error. En ese momento realmente creía que mi manera de pensar y actuar era mejor. Tuve ganas de aconsejar y de responder a su intervención. Pero no lo hice, simplemente me escuché a mí misma y le escuché en silencio. En poco más de una hora había comprendido que esta escucha era una gran medicina. Daba un espacio de acogida y confianza profundamente sanador. Me pareció increíble. Sin decir nada, cuanto se podía ayudar y cuanto se podía aprender. La escucha atenta y libre de respuesta no solo ofrecía al que hablaba una oportunidad de incalculable valor, sino también a las personas que escuchábamos. Ponía de relieve ciertas tendencias internas, ciertas emociones y a la par que la persona que se expresaba nuestro corazón también se mostraba. Otra cosa que me encontré fue que mi mente no podía parar de pensar en lo que diría cuando me tocara mi turno. Entonces reconocí que hablar me generaba cierta ansiedad y que había en mí la necesidad de encontrar algo brillante que compartir. Tomé consciencia que por esta razón, en ese momento, mi capacidad de escuchar era muy baja. La campana fue invitada al final de cada compartir, o cuando alguien transitaba una emoción difícil. Cada vez seguíamos su dulce voz que nos conducía suavemente al silencio. Tal y como nos habían enseñado, seguía mi respiración y me adentraba a mi propio cuerpo. Así relajaba las tensiones que se habían acumulado. Gracias a este apoyo juntamente a la práctica colectiva de todo el grupo, poco a poco, podía cuidar de mi ansiedad y de mi necesidad de aprobación. Entendí que en la medida que podía calmarme y confiar, mi escucha mejoraba y supe que desde ese lugar más tranquilo y consciente mi compartir sería más sincero, espontáneo y a la vez sanador.
Más de diez años han pasado desde ese primer encuentro. Muchos círculos de compartir han colmado mi corazón. Esas primeras intuiciones han madurado y dado abundante fruto. El resultado más destacado es que ha aumentado exponencialmente la calidad de relaciones que he vivido, tanto en mí misma, como en Plum Village y dentro de los círculos de practicantes, como en otros entornos que desconocen la práctica.
A veces he tenido situaciones desafiantes. Recuerdo una vez que una persona me explicaba su manera de ver a las mujeres. Su discurso me resultaba sumamente ofensivo y contrario a mis propios puntos de vista. Él se expresaba, sinceramente y sin atacarme personalmente, pero sus palabras avivaban un fuego en mi interior. Conseguí mantener un doble cuidado, tanto hacia mi, respirando y calmando mis propias reacciones, como hacia esa persona. Le seguí escuchando con atención, más allá de mi propio juicio. Podía sentir que esa persona era mucho más que sus ideas y sus pensamientos. Logré mantener el corazón abierto y cálido y unos veinte minutos más tarde, pude expresar yo también mi punto de vista, con respeto y sin recriminación. El resultado fue que se dio comunicación. Un encuentro entre dos seres. Mi interlocutor se había sentido escuchado, respetado y había percibido que yo le hablaba con confianza, desde mi corazón sincero. Se ablandó, se abrió y me compartió sufrimientos muy profundos que le atormentaban. Lo cual alimentó mi más sentida compasión. Una vez más, comprendí que la realidad humana es muy basta, y que si se dan las condiciones favorables, cada persona puede abrir un paisaje que sobrepasa todas nuestras expectativas. Sentí que a partir de ese momento un vínculo de respeto mutuo se había entrelazado. Y supe que eso era parte de nuestro proceso de encuentro y sanación como seres humanos.
Con mi hijo adolescente también tuve algunos retos. Dificultades que sin la ayuda de la práctica podrían haber acabado con nuestra armonía. El hecho es que en ciertas ocasiones surgía en mi mucho enfado. En esos momentos se dibujaba en mi mente una idea muy estrecha de mi hijo y de sus hábitos y manera de ser. En mi cabeza se repetía solo lo que él no hacía bien. Me quedaba atascada en algo que había pasado y no veía más allá. Lo peor es que encasillaba a mi hijo con una mirada muy negativa. Pero, por suerte, había aprendido a no hablar cuando estoy enojada. En esos momentos mi corazón no está claro. No hay amor, no hay confianza. Soy como un vaso de agua con arena fina revuelta. No hay claridad, nada se puede ver. Conseguía contener mis ganas de decir a mi hijo todo lo que yo consideraba que había hecho mal, todo lo que yo consideraba que tenía que hacer y cómo. En cambio, cogía distancia y cuidaba de todo lo que transitaba en mi interior. Observaba mi respiración alterada, tomaba consciencia de mis juicios compulsivos y negativos. Reconocía cuán enfadada estaba y qué necesidades había detrás… A veces necesitaba salir a caminar en plena consciencia o incluso sentarme bajo un árbol y soltar todo lo que me pasaba por la cabeza, que no siempre era muy bonito. Pero el bosque siempre respondía con la misma calma y poco a poco yo también me iba serenando. Con la recobrada serenidad, las cosas se veían con más perspectiva. Las dimensiones también cambiaban. Lo que parecía tan grande de repente no era para tanto. Lo absoluto se iba relativizando. La palabra “siempre” iba dejando paso a “algunas veces”. La realidad se mostraba de forma más transparente. Mi discurso no se centraba en todo lo que hacía mal mi hijo, sino en cómo yo había vivido algunas cosas. Llegado a este punto, cuando mi corazón ya podía amar de nuevo, buscábamos un momento para hablar. Entonces le explicaba algunos de los puntos que me parecían más relevantes y de cómo los había vivido yo. Como yo no le atacaba, el podía expresar también su vivencia. Me sorprendía como al hablar se descubrían muchos aspectos a los que mi mirada había quedado ciega. Con humildad permitía que mi hijo pudiera también mostrarme estos puntos ciegos y gracias a ello yo también crecía y aprendía. En este contexto, también mi hijo podía reconocer algunos de sus puntos débiles y los dos salíamos con más comprensión mutua, con más intimidad y complicidad. Hasta hoy, nuestra comunicación sigue abierta, creciendo en confianza.
Para terminar me parece un gran tesoro compartir mi experiencia con la comunicación que permite que nazca la sabiduría colectiva. Una práctica muy útil para resolver algunos problemas o tomar decisiones que nos afectan como colectivo. Es una experiencia transcendente en mi vida. La he vivido sobre todo con practicantes bastante entregados. Se trata de una maravillosa oportunidad humana. Consiste en que cada persona pueda expresar lo que le nace en el corazón, a la vez que está completamente abierta a lo que nace en el corazón de las otras personas. No es como si escucharas a otra persona diferente a ti, sino como si cada persona ofreciera una parte de una realidad más completa que supera la suma de lo que cada una aporta. Para llegar a esta experiencia, hace falta que cada voz esté bien enraizada a su propio sentir y a la vez, que tenga una apertura total a lo que se le va dando desde las otras voces del círculo. Hay que tener mucha predisposición a soltar lo propio para formar de nuevo algo distinto con el color que cada miembro del círculo va regalando. Puede requerir de bastante tiempo, pero cuando por fin se armoniza todo lo que se comparte, nos sentimos rebosantes de gozo y comunión. La experiencia es que ninguno habría podido llegar donde hemos llegado sin la ayuda de todos los demás y a la vez, cada uno ha sido completamente imprescindible. En nuestro corazón ha florecido una nueva manera de entender la comunicación, que no es solo un intercambio, sino una construcción común que nos supera y nos abre nuevos horizontes.
Esther Montmany Alonso
Sangha de l’Aire Lliure